EL ESPEJO



Hace muy poco, me he mudado a un viejo caserón ubicado en las afueras de una ciudad antigua en ruinas. La vieja casa tiene amplios ventanales y pesadas puertas de madera con jambas trabajadas a manos por un ebanista famoso de la época. En sus paredes, aún permanecen colgadas algunas fotografías en blanco y negro de los ancestros difuntos de sus antiguos dueños. En la entrada de la casa se encuentra un enorme salón con pisos floreados de mosaico al más puro estilo barroco y a continuación, un reducido patio interior con las ruinas de lo que un día fue una hermosa fuente de mármol rosa, rodeada por verdes helechos en el centro y a ambos lados se encuentran situados los cuatro dormitorios de la ancestral vivienda y un poco más al fondo, del otro lado del patio, está un espacioso comedor amueblado por una única mesa, lo suficiente grande, como para doce comensales, custodiada por dos largos bancos de madera en mal estado y a su izquierda un antiquísimo fogón de leña hecho de arcilla y barro con sendas cazuelas colgadas en su respaldo, todas, piezas dignas de cualquier museo que se dedique a la historia.
Me cuentan algunos vecinos del pueblo que la ruinosa casa fue el hogar de una acaudalada familia que murió de forma trágica y que aún, sus almas vagan en busca de justicia, cuentan además que nadie ha sobrevivido en ella más de una semana. Su último inquilino se quitó la vida cortándose la yugular con una navaja; razón por la cual, lleva mucho tiempo siendo el hogar de cuanta alimaña por sus lares habita, también cuentan que por las noche se escuchan ruidos de objetos cayendo, voces y gritos, y un señor cortando leña en el centro del patio, pero yo hago caso omiso a todos sus comentario, porque después de deambular por años sin un techo sobre mi cabeza, nada pueda ser peor que lo vívido a causa de algunos vivos...
Así que tome la decisión de ocupar el primer dormitorio de la derecha, que era la más amplio y después fregar y limpiar el polvo de toda la casa, comencé a ordenar mis cosas personales en los tres primeros cajones del armario, pero me resultó extraño que el último cajón de izquierda permanecía cerrado con dos candados y no les voy a negar que ése detalle me resultaba un pelín extraño y me carcomía la intriga de no saber que había dentro; pero después de tanta faena, no me apetecía nada abrir aquel cajón a altas horas de la madrugada, sólo quería disfrutar del esplendor que escondía aquel viejo caserón bajo sus ruinas y contemplar cada una de las fotografías post mortem de los miembros de tan estrafalaria familia, para después echarme a dormir a piernas suelta, sobre las sábanas limpias y olvidarme por completo de aquel cajón.
La primera noche no escuché nada, porque caí rendida como una piedra hasta los claros del día, pero a partir de la segunda noche las cosa fueron cambiado, de mal en peor, porque comenzaron a cobrar vida todas las historias que escuché cuando fui a hacer la primera compra. Esa misma noche empezaron a caer los cacharros de la cocina, se abrían solas las puertas de los armarios, se escuchan pasos detrás de las puerta, susurros, risas, gritos aterradores en la buhardilla, cadenas, golpes secos en el patio, espacios prolongados silencios, para ser interrumpidos por niños llorando y ancianos tosiendo, pero nada de eso me quitaba el sueño, porque en cuanto se hacía de noche me ponía unos tapones en los oídos y cruzaba los zapatos debajo la cama, todo eso desaparecía como por arte de magia y me arropaba un frondoso silencio y el titilar de los astros.
Pero lo realmente aterrador comenzó, cuando sentí un abrazo frío debajo la sábana y alcé los ojos, viendo a un anciano sentado en los pies de la cama con los brazos cruzados y los ojos rojos por el llanto y los cuadros del salón vacío sin sus muertos. Fue a partir de ese momento, cuando me empecé a c... de miedo. Ya, apenas podía pegar los ojos y no precisamente por tener la nariz en el medio, como todos piensan ¡No! Era porque cada noche me sacudían con más fuerza los espíritus descarnados de aquéllos muertos, que se creían vivos. Me sacaban arrastras de la cama por los pelos para acostarse ellos, me tapaban la nariz y la boca con un trapo negro, hasta el punto de la asfixia, me alzaban como una alfombra y me dejaban caer de espaldas a la altura de la buhardilla. Me abofeteaban la cara, sin que pudiera verlos, ni hacer nada y la situación llegó a tal punto, que estuve por tirar la toalla e irme de nuevo a vivir a la calle. Entonces, una noche en que todo estaba en silencio, apareció una anciana vestida de blanco y me quitó con delicadeza los tapones de los oídos, diciéndome con voz dulce: “Busca, busca el espejo”. Yo no entendía nada, pero salí corriendo y le traje el del baño y me dijo: “No, ese no, es el otro” “¿Pero cuál? Le pregunté. Me dijo " El negro". Y seguí buscando por toda la casa, pero no encuentre nada. Cuando regrese de nuevo con las manos vacías, me la encontré parada frente al armario y entonces recordé el maldito cajón de los candados. Me grito: “Apúrate, que ya vienen.Se acaba el tiempo".Y fui corriendo por la ganzúa; y cuál fue mi sorpresa ¡Ahí estaba el maldito espejo! Y la anciana desesperada me gritaba: “Rómpelo, rómpelo”
(Continuará)

© Hergue A.

Comentarios

  1. AY1 …. Herguer ahora no podré dormir.... sin saber el fina
    ¿lB romperá o no?
    buen relato a ve como queda.

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  2. No, no Araceli tu acuéstate tranquila, que todavía no me he inventado el segundo jajajaja . Besos.

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