LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

Observo queda desde mi ventana cómo caen las hojas de los árboles, es tiempo de otoño. Castañas, setas, boniatos, nueces y demás viandas invernales van haciendo presencia en los hogares. Atrás quedó el verano junto con la ropa fresca, los helados, las vacaciones, etc… Es tiempo de cambios, las mantas, bien guardadas en los armarios, se van aireando para dar abrigo en las camas y también en las siestas de sillón, en estos días donde el otoño se desgarra impasible en sus maneras.
Me viene a la mente la imagen de aquella taza de chocolate con picatostes que mi madre nos preparaba los sábados por la tarde a mis hermanos y a mí para merendar mientras veíamos el Pato Saturnino, o tal vez era en domingo cuando se emitía aquél carrusel televisivo que amenizaba nuestras tardes; continúo recordando momentos de mi niñez mientras observo a los árboles bailar un vals al compás del viento otoñal.
¡Mmmm! Ese aroma a harina frita con azúcar precediendo a los ricos puches con chicharrones y canela, que por tradición se cenaban en la noche de todos Los Santos, está llegando a mis sentidos como si de ese mismo día se tratase. ¡Qué recuerdos! Era fiesta al día siguiente y nos dejaban ir a pasar la tarde a casa de los compañeros del colegio con los que habíamos hecho amistad, no sin antes una advertencia: “Veniros a casa antes de que se haga de noche, no vaya a ser que se os pongan las orejas de pescado”. Nunca entendí aquella frase pero causaba efecto y nos recogíamos temprano no fuese a ser verdad; nuestra inocencia y confianza en los mayores nos hacía ser cautos.
Recuerdo aquella fiesta con una especie de profunda alegría, no esa alegría de risas, sino con una alegría emotiva y de recogimiento. Los adultos ponían en casa una vela recubierta con un plástico rojo llamada “Vela del Santísimo” y unas lamparillas flotando en aceite que quedaban encendidas hasta su total consumo; duraban bastantes días. Esa mañana del día 1 de noviembre iban al cementerio a llevar flores a sus queridos difuntos y, después de misa, volvían a casa con unos deliciosos buñuelos rellenos de nata y unos apetitosos huesos de Santo. Por la tarde tradicionalmente, en la mayoría de las casas se ponían unas pocas castañas junto a los boniatos y patatas en el horno, algunos de leña y otros eléctricos; mientras se asaban, los puches iban cociendo en la sartén sin dejar de darles vueltas con el cucharón de palo para que no se quemasen.
Con el paso del tiempo hemos ido cambiando todo eso por disfraces alusivos a seres aberrantes. En vez de la vela del Santísimo y las lamparillas en aceite encendidas en los hogares para guiar a los difuntos, es la calabaza de “La Cenicienta”, con cara de querer comerse al más pintado, la que da luz desde su interior, en la mayoría de los casos con luz artificial. En los escaparates de los comercios se mezclan las flores de los muertos con adornos propios de aquelarres. Es la fiesta de Halloween, dice la gente, ¡nooo!, es la fiesta de todos Los Santos, contestan otros y, así, año tras año, los que profesamos la fe en Cristo vamos conmemorando la persecución y ejecución de miles de cristianos llevada a cabo por el Emperador Diocleciano allá por el siglo I, llevando flores al cementerio a nuestros muertos y degustando las comidas típicas que, año tras año y de generación en generación, nos han ido inculcando.

© Isabel San José Mellado

Comentarios