La noche de los zombis


Bajaba la fila de zombis de uno en uno, con ademán disciplinado, desde el altozano por la majada en plena noche oscura, con sus lámparas encendidas alumbrando apenas el camino, tratando de llegar hasta el pueblo que se divisaba allá abajo, metido aquella noche entre la bruma y la niebla hasta proporcionarle un aspecto claramente fantasmagórico; donde apenas unas leves luces marcaban el final de las tierras de labor y las primeras calles del pueblo.


Y descendían la cuesta sabiendo que había llegado su hora, tras recibir el aviso de una misteriosa voz de ultratumba que les había despertado de su largo sueño y les había ordenado abandonar su lugar de descanso eterno y ponerse en camino hasta el pueblo más cercano para cumplir con el rito establecido desde tiempo inmemorial, del reencuentro del mundo de los muertos con el de los vivos.

Y allá que se dirigían aquel grupo de zombis, con sus ropas ajadas y sucias, malolientes, sus rostros demacrados y cadavéricos, arrastrando algunos de ellos pesadas cadenas entre sus pies, que movían con manifiesta dificultad. Pero la noche era larga y conseguirían llegar a tiempo al pueblo. Habían emprendido aquel camino que descendía hasta el lugar de los seres vivientes y no lo harían en balde.

Pero, ¿los esperarían y recibirían sus deudos con buen talante?, o ¿sus andrajosas vestimentas y su calamitoso aspecto general haría que les rehuyeran?.
Entretanto, la noche había avanzado en el discurrir lento y pesado de sus horas, y los zombis estaban entrando ya en el pueblo. Sus habitantes dormían con sus puertas y ventanas cerradas a cal y canto, y sólo el constante y desesperante aullar de los perros en algunos de los corrales comenzaba a dar las primeras muestras de alarma entre algunos de los habitantes, que se estaban levantando de golpe de sus camas y miraban un tanto asustados a través de las ventanas tratando de adivinar el origen de aquel insistente aullar de los perros.

Los primeros zombis en llegar al pueblo estaban ya aporreando las puertas de los primeros vecinos de la calle con insistentes golpes que, en principio, no parecían nada amistosos en medio de aquel ambiente tan tenebroso que propiciaba la insistente y machacante espesura de la niebla.

Pero de pronto, aquellos visitantes descubrirían que junto a las puertas de las casas a las que se acercaban, había dispuestos un considerable número de cuencos conteniendo ingentes cantidades de ricos y variados dulces. Lo que hizo que dejasen de golpear las puertas y se entretuviesen en degustar aquellos dulces de vistoso y atractivo colorido, con ininteligibles sonidos en voz alta y risas entre ellos.

Y cuando dejaban vacíos los cuencos depositados a la entrada de una casa, pasaban a la siguiente, recorriendo de esta guisa las principales calles del pueblo.

Poco a poco, iba amaneciendo casi –aunque la niebla persistiese en su acción- cuando, finalizado el recorrido por el pueblo, con sus esqueléticas barrigas repletas de dulces y sosteniendo en sus huesudas manos algunos de los últimos dulces, el grupo de zombis tomó el camino por el que habían descendido al pueblo y, en fila de a uno, lámpara en ristre, comenzaría a perderse su estela poco después; a la par que los perros callaban y el pueblo volvía a recuperar su calma.

Era ya uno de noviembre, y para aquellos lugareños, se había cumplido el viejo adagio de la vieja leyenda del lugar, aquella tan familiar de: “Truco o trato”, con evidente éxito, en esta ocasión, para los precavidos habitantes de la población.
© J. Javier Terán

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